Artículo publicado en la Revista de la Hermandad del Valle de los Caídos, nº 105 - febrero 2006, por Federico Sánchez Aguilar
Mientras que en las cédulas suscritas por los Reyes Católicos y Carlos I con los conquistadores se conjugaban evangelización e ingresos para el Tesoro -quinto real-, a Felipe II, para la integración de las islas del sur del Pacífico, le motivó una idea misional. Quería llevar a cabo el cumplimiento de lo dispuesto en la bula Inter Caetera que, por decisión de Alejandro VI, concedía a España el derecho a establecerse en los territorios comprendidos al oeste de una línea imaginaria trazada de polo a polo. El Rey dejó bien claro a Legazpi y a Urdaneta que en la expedición a Filipinas «deberán arribar en cuantas islas estén dentro de la jurisdicción española con un sentido meramente evangelizador, entregarán objetos a caciques y régulos con cartas personales y procurarán establecerse dentro de la mayor armonía y amistad». A punto de partir, Andrés de Urdaneta tuvo que vencer escrúpulos de conciencia ante la duda de si Filipinas estaba o no dentro de la línea pontificia adjudicada a Portugal.
Los filipinos no fueron conquistados. Se incorporaron a España, bajo la autoridad de Felipe II, con la promesa por parte de los peninsulares de que no iban a darles un trato discriminatorio en relación con las otras provincias del Imperio. Extremo que los españoles cumplieron hasta el punto de que en 1598, a instancias del sínodo promovido por el ya entonces fallecido monseñor Domingo Salazar, primer obispo de Manila, Felipe II ordenó que se llevara a cabo un plebiscito entre la población para determinar si los nativos querían integrarse en España. El escrupuloso Felipe lo dispuso así, poco antes de morir, para «descargo de su real conciencia». Era la primera consulta popular que se hacía en el mundo.
Los indígenas se dejaron formar por unas gentes que les superaban en civilización. Es irreal el hecho, divulgado por los insurgentes del Katipunan, de que Filipinas en el periodo prehispánico constituía una nación. Se trataba solamente de unos extensos territorios, sin conexión entre sí, poblados por multitud de razas que hablaban distintos idiomas. La religión y el castellano fueron el nexo vertebrador de los habitantes de las más de siete mil islas. Tras el Desastre del 98 algunos políticos, con plena complacencia por parte de las nuevas autoridades yanquis, introdujeron en los libros de texto pasajes históricos que en nada tenían que ver con la realidad y que presentaban a una Filipinas primitiva culta y unida, invadida por una potencia extranjera. Algo, a todas luces incierto, únicamente motivado por la necesidad de afirmar una personalidad nacional propia que Filipinas sólo llegó adquirir dentro del contexto de España.
A la llegada de los «castilas» o «cachilas» (los filipinos continúan denominando con estos vocablos, derivados de «Castilla», a peninsulares y mestizos), los pueblos de la costa, fruto de las invasiones procedentes de China, de otras islas asiáticas y de países árabes, poseían un nivel cultural superior al de los grupos aislados del interior, que se encontraban en estado semisalvaje. Imperaba la raza malaya, aunque se supone que los negritos fueron los primeros habitantes del Archipiélago, y ninguna de las etnias vio a los españoles como enemigos. Todo lo contrario. Humabón, régulo de Cebú, solicitó ayuda de Magallanes para combatir a su mortal adversario Lapulapu, cacique de Mactán.
Fueron pocos los peninsulares que partieron hacia las provincias asiáticas. La enorme distancia y escasa población -España a principios del siglo XVI apenas sobrepasaba los ocho millones de habitantes- eran factores determinantes. A ello hay que añadir que, cuando se descubrieron, España estaba empeñada en la conquista del vasto continente americano y el poblamiento de las nuevas ciudades, a la vez que mantenía prolongadas guerras en Europa. Pizarro y Cortés realizaron la gesta de someter a los poderosísimos imperios inca y azteca, con poco más de ochocientos hombres entre las dos expediciones, merced al apoyo de una buena parte de los nativos.
La mayor proporción del contingente hispano llegado a los archipiélagos orientales procedía del floreciente virreinato de la Nueva España. El famoso Galeón de la China que una o dos veces al año cubría la ruta de Acapulco a Manila, con escala en Guam, era el único nexo de unión entre las Españas europea, americana y asiática. El Galeón transportaba, hasta que se cerró su ruta en 1814, sedas del Japón, porcelanas y mantones de la China, ropas de algodón de la India, alfombras persas y mantas de Ilokos. Marianas, Palaos, Marshall y Carolinas dependían administrativamente del gobierno general de Filipinas, por lo que la mayor parte de sus autoridades eran de Luzón y de Cebú. El hecho de que no hubiera sublevaciones, a pesar de la escasez de peninsulares por aquellos lares, es la mejor prueba de la satisfacción de los nativos por sentirse integrados en España. Nativos eran los gobernadorcillos y también los componentes de la tropa que combatía las invasiones extranjeras. Únicamente los altos mandos, y no todos, eran hispanoeuropeos o hispanoamericanos.
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