Las islas Marquesas y de Salomón, Nueva Guinea, Australia y Nuevas Hébridas no pudieron ser pobladas. Jurídicamente pertenecían a España, pero ya hemos reseñado la escasez demográfica y de recursos para cubrir tan inmensos territorios. Se tomó posesión de las Salomón, las Marquesas y Australia del Espíritu Santo y se fundaron pueblos que hubieron de ser abandonados a falta de refuerzos. Esto dio pie a británicos, franceses y holandeses a establecerse en unas tierras, aunque despobladas, de propiedad hispana.
La presencia española se extendió durante siglos, de manera intermitente, por otras zonas del continente asiático. Las Molucas, Macao, Goa, Java y Borneo formaron parte del Imperio español mientras se mantuvo la unidad ibérica, y aún quedan en ellas importantes vestigios de nuestra cultura. Formosa (Hermosa, en castellano antiguo), fue española desde 1626 a 1642, tiempo en el que se fundaron dos pueblos en el norte de la isla. Signora -derivación de Señora-, actual provincia camboyana, fue por voluntad de sus habitantes feudo de Felipe IV, y diversas localidades de China y Japón también supieron de nuestra influencia. Hasta el siglo XVIII, en que comenzaron los asentamientos extranjeros, el océano Pacífico era conocido en el mundo, con toda propiedad, como el Lago Español.
En la segunda mitad del siglo XIX había en Filipinas 4.050 peninsulares. De ellos unos 1.200 eran funcionarios, 500 curas, 200 terratenientes y 70 comerciantes. En muy pocos de los 1.400 municipios residían peninsulares, ya que casi todos estaban concentrados en Manila, Cebú y otras importantes ciudades. Si descontamos los sacerdotes pertenecientes a órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza, en el setenta por ciento de los pueblos el cura era nativo. Estos datos aplicables al Ejército, la Guardia Civil y a sus mandos, de capitanes para abajo, nos dan una idea de la total integración de Filipinas en el contexto de España.
Al contrario de lo ocurrido en la casi totalidad de la Tierra Firme americana, donde acabó triunfando la insurgencia con la formidable ayuda inglesa y yanqui, las provincias asiáticas se desgajaron de España por causas externas. La Revolución Filipina, surgida del Katipunan, se extendió únicamente por la isla de Luzón, eso sí, con gran virulencia, y de Luzón marcharon sus líderes a Hong Kong, después de entregar las armas al general Primo de Rivera. Esta revolución, que adquirió caracteres extremadamente sangrientos, no se habría producido si el Gobierno hubiera mostrado una mayor sensibilidad por las justas peticiones de José Rizal y un grupo de eminentes filipinos residentes en la Península, que únicamente pretendían para Filipinas la vuelta al status anterior a la llegada de los Borbones. Para Marcelo Hilario del Pilar, «Emanciparse de España es contrario al proceso naciente del pueblo filipino; diseminado el Archipiélago en numerosas islas, necesitan un vínculo que las unifique». Los Pactos de Sangre del siglo XVI habían sellado la fusión de dos pueblos dentro de una misma nación y bajo la autoridad de un mismo rey, y ante la ley no existían diferencias entre españoles de Europa, de América o de Asia. Todos eran iguales. Pero con Felipe de Anjou comenzó un proceso de signo colonial que alcanzó su punto culminante en la Constitución de 1837.
Carlos III, al iniciar la política unitaria entre los españoles de todos los hemisferios, se olvidó de Filipinas y demás provincias del Oriente hispano. Quizás fuera debido a la enorme distancia y a que los filipinos, en su satisfacción por sentirse parte integrante de España, no creaban ningún tipo de problemas. Este abandono fue el principio del tránsito filipino de provincia a colonia.
A pesar de la retrógrada política borbónica respecto a nuestros territorios de Asia, la tradicional paridad de Filipinas con las otras provincias españolas había supuesto que, en la misma fecha, hubiera en las islas menos analfabetismo proporcional que en la Península, Francia, Rusia y la mayoría de los países europeos. De los mil ochocientos noventa y dos universitarios de la Universidad de Santo Tomás -la más antigua de Asia- mil trescientos sesenta y siete eran filipinos. Para seis millones de habitantes funcionaban tres colegios de segunda enseñanza, cinco escuelas de formación profesional, cinco seminarios, cuatro escuelas de estudios superiores, una escuela naval, varias academias militares, entre ellas una de la Guardia Civil, y más de mil escuelas públicas con ciento cincuenta mil matriculados. Filipinas contaba con un alumno por cada treinta y tres habitantes, Francia con uno por cada treinta y ocho, Italia con uno por cada cuarenta y la Rusia europea con cuatro por cada mil.
La guerra civil planteada tras la muerte sin hijos varones de Fernando VII, entre los partidarios de su hermano Carlos y los de su hija Isabel, tuvo nefastas consecuencias para los territorios de ultramar. Cuando aún no se había producido el desenlace, y liberales y tradicionalistas combatían por los campos de España, el gabinete presidido por Bardají aprobó una constitución que los convertía oficialmente en colonias. Esta vejación continuó a pesar de las protestas de los hispanos de Asia y América, que se resistían a ser ciudadanos de segunda clase, e incluso se agravó, en 1889, cuando la reina María Cristina firmó un Real Decreto, redactado por Manuel Becerra, que decía textualmente: «La identidad entre pueblos que configuran una nación soberana no es posible cuando la distancia, el clima, las características raciales y las costumbres, necesidades y recursos marcan grandes diferencias como ocurre entre España y las Islas Filipinas».
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