Los ritos cuaresmales -Sermón de las siete palabras, lavatorio de los pies, recorrido de los monumentos, que allá se conoce con el nombre español de "Visita Iglesias", oficio de tinieblas, los "Nazarenos" y demás penitentes públicos con sus correspondientes flagelaciones, las procesiones del Santo Entierro y la Soledad en Viernes Santo y la del Encuentro en Domingo de Resurrección -todos son hitos inconfundibles de lo que España dejara en Filipinas en el curso de la trisecular convivencia fil-hispana. Al igual que esas otras procesiones de impacto nacional como son la de la Virgen del Santísimo Rosario, que, con el nombre de "La Naval", conmemora con apoyo oficial del Estado, la milagrosa victoria alcanzada por los marinos filipinos y españoles contra las fuerzas de la armada holandesa en 1646, la de Jesús Nazareno de Quiapo, en Manila, exclusivamente para varones, y la fluvial de la Virgen de Peña de Francia en la ciudad de Naga, en Camarines, todas las cuales se originan durante el régimen español en Filipinas y perduras hasta nuestros días. Lo mismo cabe decir del "Santacrusan" -filipinización de la expresión española: Santa Cruz-, que es una especie de procesión cívico-religiosa, que desfila diariamente durante todo el mes de mayo, en honor de la Invención de la Santa Cruz, y en cuyo recorrido los alumbrantes cantan, a dos voces, en español el santo rosario. Podemos citar, para mayor abundancia, las misas de Aguinaldo, que se celebran diariamente, a las cuatro de la mañana, desde el dieciséis de diciembre hasta el día veinticuatro de dicho mes, cuando llegan a su culmen a medianoche, con la Misa del Gallo, entonándose en ellas villancicos españoles al son de castañuelas y panderetas. ¿Y que decir de las innumerables romerías a santuarios tan famosos como los de la Virgen de la Paz y Buen Viaje en el pueblo de Antípolo y de la Virgen del Rosario de Mananag, en la provincia de Pangasinán? Todas estas manifestaciones nos hablan de la labor perdurable de España en mi país.
Pero, citemos un acontecimiento de los años recientes. Me refiero a la incruenta revolución que derrocó la férrea dictadura de Ferdinand Marcos. Cuando éste ordena a las Fuerzas Armadas que consigan la rendición y captura de su Ministro de Defensa, Juan Ponce Enrile, y de su Jefe de Estado Mayor, el general Fidel Ramos Valdés (en la actualidad Presidente de Filipinas habiendo sucedido en el cargo a la presidente Corazón Aquino, verdadera autora de susodicha revolución) así como a sus doscientos seguidores, que se atrincheran en los Cuarteles Generales, Mons. Jaime Sin, Cardenal Arzobispo de Manila, a través de la emisora Veritas, del Episcopado Católico, hace un llamamiento al pueblo para que acudan a defender a los alzados en armas. Impone, sin embargo, sus condiciones: Todos deberán acudir desarmados; tan sólo llevarán el santo rosario; les acompañarán las imágenes más veneradas de la ciudad; los sacerdotes, religiosos y religiosas deberán encabezar al pueblo y dirigirán las oraciones, pidiendo por el triunfo de la libertad y el restablecimiento de la paz. Apenas transcurrida una hora, acudieron dos millones de filipinos, que rodeando los Cuarteles Generales, hicieron frente a las fuerzas militares del gobierno que, -causa asombro ¿verdad?-, no dispararon un sólo tiro; antes al contrario, sin dificultad alguna se unieron a los defensores de la rebelión. El dictador hubo de huir precipitadamente. Así de arraigada es la fe religiosa de los filipinos, preciado legado de siglo.
Eso queda de España en Filipinas.
La vida de todo estado de derecho encuentra su reflejo en su ordenamiento jurídico. Pues, bien; en Filipinas este ordenamiento es fundamentalmente hispánico. Durante el régimen español se trasvasaron a Filipinas los Códigos Civil, Penal y Mercantil de España. Al finalizar el dominio español, los nuevos gobernantes norteamericanos no se atrevieron a abrogar estas legislaciones, que, hasta nuestros días, perviven, si bien con las adiciones y reformas exigidas por las circunstancias histórico-políticas del país. Por otro lado, cuando Filipinas establece su primera República en 1898, la dota de una Constitución Política que se inspira en la española de 1876 y en las de varias repúblicas hispanoamericanas. Cuando en 1935, como antesala de nuestra independencia de la Mancomunidad de Filipinas, su nueva Constitución también adopta varios articulados de la Constitución Española de 1931. Un buen número de esas diversas disposiciones constitucionales de cuño hispánico, y sobre todo, su inspiración jurídica hispánica, encuentran vigencia en nuestra actual legislación.
Eso queda de España en Filipinas.
Hace unos años regresaba yo a Filipinas a bordo de un buque francés. Al día siguiente de zarpar de Marsella, los pasajeros, como es costumbre, comenzaron a trabar mutuo conocimiento. Un profesor japonés se me acercó para presentarse. Nos dimos las manos e intercambiamos tarjetas. Más, cuando este profesor se presentó a otros dos pasajeros japoneses, no se estrecharon las manos, sino que, reverentes, se inclinaron ante sí tres veces. Más tarde, un industrial de Bombay, al presentárseme, también me dio la mano y me entregó su tarjeta. Pero luego, al pretender lo mismo con un funcionario de Nueva Dehli, tampoco se dieron las manos... En cambio, unidas las palmas, las elevaron hasta la altura de la frente y lentamente las bajaron hasta la mitad del pecho, repitiéndolo varias veces.
Cuando después me encontré con don Reynaldo Bautista, del Ministerio de Trabajo de Filipinas, el único pasajero filipino fuera de mí, me invadió un algo de perplejidad. Me pregunté: "¿Cómo saludar a lo filipino, tal que los otros citados lo habían hecho a lo japonés y a lo hindú?". No sabía si tocarme las narices o tirarme de las orejas. Me conformé con darle la mano. En seguida interiormente volví a preguntarme: "¿Es que los filipinos estamos tan desprovistos de personalidad propia que ni siquiera tenemos un saludo típico?" Recordé, entonces, que se me tenía por historiador. A fuer de tal, por tanto, repasé mentalmente las crónicas de mi país al respecto. En efecto, en ellas se nos dice que los filipinos, antes de la llegada e instalación de los españoles en Filipinas, para saludar, juntaban las palmas de las manos, alzaban seguidamente en sentido diagonal hasta la altura de la frente, doblaban la pierna izquierda al mismo tiempo que lentamente se agachaban hasta ponerse en cuclillas. Excuso decir que si hubiera saludado así al paisano Bautista, se habría tronchado de risa o, lo que no hubiese tenido ninguna gracia, me habría arrojado por la borda creyéndose objeto de una burla
Todo esto demuestra que en la llamada occidentalización de los países asiáticos, de lo que se trata es de adoptar los modos y usos de Occidente para su empleo ocasional cuando corresponda, demostrando así que se es igual a los europeos y americanos, pero, entre los naturales del país se retiene lo autóctono, que no ha perdido vigencia. Más, no acontece así, con el pueblo filipino. Nosotros hemos adoptado la cultura y la civilización occidentales como de nuestro propio acervo, válidas entre propios y extraños, así en el país o fuera de sus costas. Digámoslo de una vez, la occidentalización del Oriente encuentra su máxima y cabal representación en Filipinas.
Eso queda de España en Filipinas.
En otra ocasión, esta vez navegando hacia el Japón bajábamos mi mujer y yo por las escaleras del barco para dirigirnos al comedor, cuando sorprendimos a cuatro jóvenes que subían. "Vamos a saludar a estos paisanos míos", le dije a mi mujer, española de origen. Extrañada me preguntó: "¿Cómo sabes que son filipinos si ni siquiera nos han sido presentados?" Rápidamente la respondí: "Está clarísimo ¿Ves ese rótulo? Dice: Bajada solamente. Y ellos suben!". Efectivamente, eran cuatro estudiantes filipinos, que se disculparon, diciéndome que, subiendo por aquellas escaleras, se llegaba antes a sus camarotes. ¿Herencia española? Ciertamente. Los japonenes, los chinos, los coreanos, los vietnamitas o los indonesios son incapaces de semejante indisciplina. Ya nuestro héroe nacional, José Rizal, en su novela "El filibusterismo", pone en boca de un personaje español estas palabras:"¿Queréis que se abra una carretera en España? No hay más que poner un cartel que se diga: Prohibido el paso. Y por allí justamente transitarán todos hasta hacerse camino" Y añadía: "En España el día que se prohiba la virtud, al día siguiente todos los españoles, santos". Dentro de su hipérbole, las afirmaciones de nuestro novelista son de una realidad innegable. El llamado espíritu de contradicción, que no es más que el culto a la libertad personal frente a todo autoritarismo, es típicamente español. En cuanto a nosotros los filipinos, ya hace tiempo que ha venido a serlo también.
Eso queda de España en Filipinas.
No hace mucho un prominente filipino hubo de recurrir a los tribunales de justicia para hacer efectivo el cobro de un pagaré que suscribiera un amigo norteamericano, a quien aquél venciera en una partida de bacarrá, en la cantidad de cincuenta mil pesos filipinos. El demandado, que se negaba a pagar lo adeudado, en la vista del juicio, admitió ante el juez que había firmado dicho pagaré, revelando el motivo de haberlo hecho. Entonces su abogado invocó al correspondiente artículo del Código Civil -en este respecto y en muchos otros más, fiel calco del Código Civil español, por la razón ya indicada anteriormente- disposición legal que hace inviable el cobro mediante proceso judicial, de ninguna obligación contraída de resultas de un juego de azar.
El juzgado se vió constreñido a sostener la defensa del demandado como ajustaba a la ley. Entonces el demandante filipino solicita se le entregue el pagaré. Una vez en su poder, lo hace añicos, mientras decía: "Señoría: Pido que se haga constar en las diligencias que un filipino puede permitirse el lujo de perder cincuenta mil pesos para conocer a un norteamericano sinvergüenza".
Eso queda de España en Filipinas.
|